6 de Diciembre de 2004

Armand Boineseur

Nombre:
Armand Boineseur
Nombre del jugador:
Moisés Friginal
Raza:
Humana
Clase:
Mago
Procedencia:
Moulins, Principado de Nouvelle Averoigne, Glantri
Fuerza:
10
Inteligencia:
16 (+2)
Sabiduría:
6 (-1)
Destreza:
13 (+1)
Constitución:
13 (+1)
Carisma:
9

—¡¡¡Por el poder del Radiante!!!

La voz atronadora del Gran Maestro todavía resonaba en la cabeza de Armand en sueños. Hacía tan sólo un mes Armand Boineseur era uno mas de entre los jóvenes estudiantes de la Escuela de la Alta Hechicería en la ciudad de Glantri, lleno de ilusiones y grandes proyectos, siempre maravillado ante lo que se le enseñaba e impaciente por aprender más. Nadie en la Escuela lo hubiese reconocido de haberlo visto ahora; cansado, lleno de temor y rencor, vagando por los Picos Oscuros huyendo de enemigos a los que ni tan siquiera conocía, viajando tan lejos de su hogar como le fuese posible alcanzar.

Todo había empezado aquella fría mañana en que la Escuela había amanecido envuelta en la niebla. Armand llegaba tarde a sus clases y corría por el patio nevado y desierto pensando en el dinero que su madre, una mujer de no demasiados recursos de la Casa de Sylaire, estaba gastando para que él pudiese hacerse un lugar en los Principados. Ella tenía grandes esperanzas puestas en él. En Glantri sólo los magos podían obtener títulos y tierras; y ella estaba decidida a que su hijo Armand fuese uno de ellos.

Sólo recordaba haber visto fugazmente una figura en mitad de la plaza, su pesada capa recortada entre la nieve, la vista en el cielo… y el súbito rugir del viento sobre su cabeza cuando el mundo entero se le vino abajo con un estruendo y sintió la garra gigantesca que lo atrapaba, el frío que lo envolvía, las fuerzas titánicas que resquebrajaban el empedrado cuando el enorme reptil tocó el suelo y con un poderoso batir de sus alas volvió a elevarse.

El tiempo se detuvo durante esos instantes para Armand. El pecho le ardía por la fuerza y el frío sobrenatural que emanaba de la zarpa que lo sostenía. Giró su cabeza para ver los poderosos músculos cubiertos de escamas en movimiento, manteniendo al gigantesco dragón de marfil a una veintena de metros del patio. Y bajo ellos, solo entre la nieve, envuelto en un cegador fulgor azul, el Gran Maestro d’Ambreville agitaba su bastón. Y su voz les llegó poderosa e imperativa.

—¡Por el poder del Radiante!

Y en el momento en que su bastón en llamas golpeó el suelo pudo sentir la fuerza invisible, sobrehumana, con que arrastraba al dragón de nuevo contra el pavimento mientras un ensordecedor rugido brotaba de sus fauces abiertas. El suelo tembló, y una ventisca de nieve y escombros lo envolvió todo. Y cuando ésta empezó a calmarse, el dragón ya trepaba con dificultad fuera del agujero, pegado al suelo como soportando sobre su lomo un inmenso peso. Y sus dientes rechinaron cuando habló:

—Eso no era necesario —y abriendo su garra soltó a Armand, que sangrando rodó por la nieve—. No iba a hacer daño a uno de los nuestros.

Para Armand nada tenía sentido. Se arrastraba mareado entre la nieve sin poder dejar de mirar al monstruo. D’Ambreville se había acercado y hablaba. Y cada palabra que pronunciaba hacía vibrar el aire, pues era la Lengua Antigua de los dragones y hechiceros de antaño, cargada de poder. Y el reptil respondía en la misma lengua, pues traía un mensaje que era sólo para los oídos del Gran Maestro. Y tan súbitamente como había comenzado, todo acabó. Vio las gigantescas alas desplegarse, y al monstruo desaparecer en la niebla.

Cuando al día siguiente Armand recobró el conocimiento, se encontraba en los bosques del Río Rojo, en lo más alto de la ciudad sobre los árboles de los elfos del Clan Ellerovyn. La propia princesa Erewan lo había traído a petición del Gran Maestro y durante días fue su invitado. Nadie de entre los elfos excepto ella le dirigía la palabra, y sólo sorprendía en sus miradas una mezcla de curiosidad y extrañeza.

Erewan pasaba largos ratos con él y en sus conversaciones Armand le habló de su vida en la granja de Sylaire y del padre que nunca había conocido, pero que según su madre había sido un caballero de Darokin que había muerto en las Tierras Yermas luchando contra los orcos. Ella le hacía muchas preguntas e incluso a veces la sorprendía concentrada en él, los ojos en blanco, como le habían enseñado a hacer en la Escuela.

—Eres un rompecabezas, Armand —le decía ella sonriendo—. Pero te resolveré.

Y la quinta noche, a la luz de la luna llena, lo llevó entre la nieve a lo profundo del bosque. Y a la luz verdosa de los extraños hongos fosforescentes se reunió la cábala, a orillas del lago donde las Videntes Erewan concentraban su poder. Y a petición de la princesa, las tres brujas elfas miraron en el pasado y el futuro de Armand.

Pero había un poder mayor de por medio. Y la luna se cubrió y los árboles alrededor del lago se marchitaron, y las Videntes se retorcieron de dolor, los ojos ensangrentados, suplicando que lo apartasen de ellas.

Cual no fue su sorpresa cuando, tras tres días de encierro e incertidumbre, un extraño apareció de la nada en su habitación en mitad de la noche. Lo instó a vestirse con rapidez y en silencio, y envolviéndolo en la tela de su capa de invisibilidad lo hizo escurrirse entre los guardias elfos, con la audacia y la seguridad de un profesional de la Compañía. En un claro a cierta distancia los esperaba un leal compañero.

Aren Felchiomo era su único amigo en la Escuela, donde estudiaba como Guardián, protector de hechiceros. Y mientras corrían entre los árboles le contó cosas que le encogieron el corazón: que su madre había muerto cuando la granja se había incendiado la noche anterior, que el Clan Ellerovyn estaba dividido y había muchos que pedían su cabeza pues el bosque del Río Rojo había enfermado y las Videntes agonizaban. Y que aunque la princesa estaba de su parte ni ella podría evitar que los otros nobles terminasen ajusticiándolo. Por eso, reuniendo todo su dinero, había contratado al hombre de la Compañía para que lo sacase de las tierras de los elfos.

Pero no tuvo tiempo de llorar a su madre, pues en un lugar oscuro del bosque su siniestro compañero de andanzas mostró su verdadero rostro. De un golpe certero de la empuñadura de su daga dejó a Aren sin sentido y reduciendo a Armand lo ató a un árbol.

—Ahora pequeño, es cuando vas a empezar a hablar —le dijo, y con fría crueldad empezó a arañar su pecho con la daga.

Las preguntas, el dolor, el frío… todo se convirtió en un brumoso recuerdo. Pero tras lo que parecieron horas de sufrimiento, todo terminó al fin cuando un hombre de cabellera roja apareció a caballo entre los árboles cercenando la mano del torturador con un solo tajo de su espada. Aullando de dolor, el asesino desapareció en la noche envolviéndose en su capa mágica.

El desconocido no perdió el tiempo en presentaciones. Sentando a Armand y Aren sobre su caballo, le dijo con una familiaridad tan extraña como todo lo ocurrido en los últimos días:

—Glantri no es seguro para ti, hermano. No confíes en nadie, no pares de huir. No vuelvas hasta que no controles tus habilidades.

Y azuzando al caballo les miró alejarse entre la niebla.